febrero 22, 2013

Soledad / Elid Rafael Brindis Gómez


SOLEDAD
Por Elid Rafael Brindis Gómez*


Es la madrugada. Como pude, apenas terminé de revisar un texto. Estoy ahíto de letras, salen de mis dedos, de mis ojos, de mis orejas; se acomodan una a una formando líneas obtusas, como mi cerebro, que se resiste al sueño.
En un rincón de la habitación triste, una botella de vino descansa taciturna, sin el menor deseo de nada, sin pensar, sin sentir; quizá sólo refleja el periplo recorrido desde que la vid emergió de la tierra, y ahora lamenta su desdicha prisionero en una cárcel de cristal oscuro.
La cajetilla de cigarros se va quedando vacía, como mi corazón. Los cigarros, también uno a uno, se van esfumando; salen de su estuche para convertirse en humo, que se eleva hacia el cielo de los cigarros; humo en mis ojos, humo que me hace llorar. ¿Cómo será el cielo de los cigarros? ¿Tendrá ángeles y serafines, como el cielo de los humanos?
El cielo. Ese bendito cielo de los humanos, una utopía de los humanos. Ese cielo de los humanos, oscuro, como la madrugada que se cierra antes del amanecer. ¿Amanecerá para mí? ¿Saldrá ese sol radiante que en otros tiempos, ya casi olvidados, salía para mí?
En el rincón más olvidado del cuarto fallecen prematuramente ideas y proyectos largamente acariciados, pensados, cuando hubo momentos de lucidez; ahora, descansan en el cementerio de los cigarros formando parte de sus cenizas, las que se resisten a irse como vinieron; otras, simplemente forman un hilillo caprichoso que se eleva hacia el cielo de los pensamientos para convertirse en nada.
“Pulvis eris et in pulverem reverteris”. ¿Qué habría sido del vino si hubiera sido ingerido hasta saciar instintos, adormecer sentidos, embotar cerebros? También, quizá, se habría elevado hacia el cielo de los vinos convertido en vapor etílico, retornando en pesadez, como retorna la realidad después de sus efectos.
Una madrugada más, sin sueño. Un cigarro más, convertido en cenizas. Una botella de vino que se niega a ser tomada —literal— por asalto, como me asaltan las dudas: ¿qué fui, qué soy, qué seré? ¿Acaso un cigarro fuera de la cajetilla, pisoteado en la calle? ¿Un sorbo de vino escupido en la nada? ¿Seré una madrugada oscura que no entiende de insomnios?
Busco en el fondo de mis raídos pensamientos y sólo alcanzo a recordar “Amar te duele”. ¡Vaya título para una película! ¡Vaya título para una vida estéril, vacía! El humo de los cigarros tiene más contenido; el vapor del etilo tiene más presencia; la madrugada, el insomnio, tienen más sentido que una vida sin remedio.
Amar te duele, me duele. Amar. ¿Me amo? Quizá. “No puedo dar lo que no poseo”, sentencia el aprendiz de “maestro”, que no predica con el ejemplo aun cuando en cada letra ponga el corazón y sus vísceras, carne vil que un día habrá de ser entregada sin provecho a la tierra, de la que vino, de la que brotó como plaga dañina.
¿La madrugada sabrá de entregas, de pasiones, de arrebatos? ¿Sabrá de sentimientos que duelen en lo más hondo, como la extirpación de pensamientos que sólo están inmersos en esa mente obtusa y desfigurada por el asedio de la inseguridad? ¿Sabrá la madrugada de buenas intenciones, de ilusiones, de esperanzas?
No creo que comprenda que amar duele. Es más, se niega a cerrarme los ojos, como un buen samaritano le cierra los ojos a los muertos para que no puedan percibir su propia partida, para que no puedan ver el cadáver, el cuerpo que habitaron y que no supieron conservar a tiempo; cuando la vida se les escapó como el humo que se desprende del cigarro.
Un segundo más, un minuto atrás, un cigarro que se acaba, se apaga lentamente, como la vida misma que se esfuma entre mis manos de madrugada, manos oscuras que se niegan a cerrarme los ojos. Elucubran, especulan, que no debo descansar en paz; que debo vagar por el resto de mi tiempo como las almas que no abandonan sus posesiones materiales y retornan una y otra vez al punto de partida sin encontrar el descanso eterno.
Lo que no sabe la madrugada insomnia es de colores, esas tonalidades verdes, como los árboles de las montañas, que un día alegraron mi espíritu, hoy árido como los desiertos; esos matices azules, como el cielo y el mar, que ya no estarán presentes para ayudarme a imaginar el misterio de lo infinito; de esas ondas blancas y amarillas, como los rayos del sol hermano que sólo calentará mis huesos antes de que sean hallados en medio de la nada.
Amar duele. La sentencia rebota en mis tímpanos como estribillo, como una fijación de la esquizofrenia paranoide. Amar duele y no creo amarme, no puedo predicar, no debo. No soy ese ejemplo que alguna vez quise esgrimir como estandarte, como falso apóstol de la iniquidad.
En medio de la madrugada sólo siento la compañía desalentadora de Antonio Plaza, su resentimiento inunda mis sentidos, si se le puede llamar “sentido” a la esterilidad, al vacío: “Aquí me tienes a tus pies rendido / y nunca mi rodilla tocó el suelo / porque nunca, Señora, le he pedido / ni amor al mundo ni piedad al cielo”. Versos dedicados a la virgen venerada, cuando su invalidez sucumbió a su orgullo.
Antes bien, preferiría “no omnis moriar”, no morir del todo para seguir soportando las madrugadas y sus latigazos de insomnio; ridículo bufón de la metafísica, ridículo aprendiz espiritual que no puede sino mirar la punta de su propia nariz, cual ridículo Quevedo, que no escapaba de sí mismo.
No sé qué hago atrapado en el humo de un cigarro que se apaga; no sé qué hago prisionero en el vapor de un vino que no he bebido.
No sé ni para qué escribo esto. No sé ni para qué escribo. No sé ni para qué existo. Algún día, si acaso éste llega, sabré el motivo.
Ya “no sé si vivo porque no muero, o muero porque no vivo”.
Soledad, graciosa compañía, no me abandones.
* Elid Rafael Brindos Gómez.  Escritor, editor, periodista méxicano.  De Chiapas.
Con Elid Rafael Brindis en la Plaza Mayor de Cajamarca,  hace tres meses, en XI ENCUENTRO NACIONAL DE ESCRITORES “MANUEL JESÚS BAQUERIZO”